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El burro no sabe de razas; su dueño, sí

Los burros, como los perros, los gatos, las personas y otros muchos animales relacionados con nosotros, tienen razas. En España hay seis reconocidas como autóctonas: andaluza, catalana, mallorquina, zamorano-leonesa, majorera y Encartaciones. Cada una con sus patrones definitorios y sus asociaciones que luchan por su supervivencia y pureza. Lo cual no se contradice con que sean esos propios ganaderos los primeros en reconocer que las mejores bestias son mestizas. E incluso híbridas, como la mula.

La mula, hija de asno y yegua y perfecta heredera de las virtudes de sus progenitores, es el animal más exitoso de la historia de la ganadería. Desde época de los romanos, ha sido imprescindible en el agro, la mina, el comercio, el transporte, la exploración y los ejércitos. Para su crianza se seleccionaban los asnos de mayor tamaño, como los andaluces, catalanes y zamorano-leoneses, que tienen alzada suficiente para montar a una yegua.

Esas razas asnales alcanzaron fama mundial y se convirtieron en artículo de lujo para la exportación. Hijas suyas eran las mulas a cuyos lomos se construyeron los Estados Unidos de América desde su fundación. Su primer presidente, el granjero y héroe militar George Washington, pidió por favor algún borrico a Carlos III. El rey español le obsequió con Royal Gift, un zamorano-leonés.

Los hijos de Royal Gift compartieron faena en la granja de Washington con otros animales de trabajo que eran de su propiedad: sus esclavos negros. Porque desde antes de la llegada de Colón, el Nuevo Mundo se construyó con la misma materia del antiguo: la explotación de bestias y personas. Por eso existe la idea de que hay razas inferiores, a las que cargar con las tareas que exceden la capacidad intelectual de un asno, un perro o un buey. O a las que cargar con la culpa de los males nacionales, y así poder gasearlas, o hacinar como ganado en la valla fronteriza, o despojar de derechos, malpagar y apalear.

De la equiparación de razas humanas y equinas procede el término mulato, que viene de mula. A ella debemos también la tendencia a segregar al inferior en zonas aparte y peores, llamémoslas juderías, morerías, aljamas, guetos o suburbios. Y de ella viene, en fin, la tendencia de la ley -que nunca dicta el oprimido- a castigar a unas razas y privilegiar a otras. A poner rodillas blancas sobre cuellos color negro.

Y no solo de razas vive la opresión, sino también de sexos. Porque, no lo olvidemos, la opresión es un sistema de muñecas rusas en el que siempre hay alguien por debajo para cargar nuestras penas, porque el pobre es el asno del rico, el negro es el asno del blanco y la mujer es el asno del hombre. ¿Será por eso que se achacan pandemias al feminismo?

Hermano asno lo recuerda. Cómo olvidar estas cosas…

Y después de varios siglos currando en la vieja España, el burro embarcó en carabela y se marchó al Nuevo Mundo. Lo hizo bien pronto, además. En el segundo viaje de Cristóbal Colón a aquellas tierras, comenzado en 1493, el descubridor redactó un memorial a los Reyes Católicos solicitando “algunas asnas y asnos y yeguas para trabajo y simiente, que acá ninguna de estas animalias hay de que hombre se pueda ayudar ni valer”. Lo que sí había eran indios, así que el almirante propone que a los proveedores de suministros “se les podrían pagar en esclavos”, pues la población caribeña sojuzgada es “fiera y dispuesta y bien proporcionada y de muy bien entendimiento”, con un sólo defectillo: son caníbales. Pero el bueno de Colón le quita hierro al asunto: “Quitados de aquella inhumanidad, creemos que serán mejores que otros ningunos esclavos”. Y vaya si se les esclavizó; eso, los afortunados. Un obispo de Chiapas, el dominico sevillano Bartolomé de las Casas, denunció ante la Corte que los primeros cuarenta años de conquista causaron la muerte de entre doce y quince millones de indígenas. Mas, genocidios aparte, Colón estaba en lo cierto sobre la inexistencia de equinos en ese área del planeta, así que de la península le llegaron en 1495 cuatro garañones y dos burras que serían los primeros en rebuznar en el Nuevo Mundo, en la isla de La Española. Sin embargo, el auténtico propagador del solípedo en el continente fue un vasco, Juan de Zumárraga, primer obispo de México, introductor de la imprenta en América e inductor de que prendiera el culto a la Virgen de Guadalupe. Cuando llegó al virreinato de Nueva España en 1528, se encontró con que el sistema de transporte seguía siendo prehispánico: los tamemes, porteadores que, literalmente, trabajaban como bestias, echándose a la espalda lo que fuese. (…) Así que señaló al Consejo de Indias la conveniencia de importar jumentos, porque “sería excusar que no se cargasen los indios, y excusar hartas muertes suyas”. Su petición prosperó y el virreinato se puso hasta arriba de borricos. Cuatro siglos después, el polígrafo mexicano José Vasconcelos sostenía que “el burro libertó al indio” y que “en lugar de tantas estatuas de generales que no han sabido pelear contra el extranjero, en vez de tanto busto de político que ha comprometido los intereses patrios, debería haber en alguna de nuestras plazas y en el sitio más dulce de nuestros parques, el monumento al primer borrico de los que trajo la conquista”.

De allí los ruches pasaron al resto del continente, donde heredaron la carga portada por los indígenas y también los malos tratos que padecieron aquellos. Al indio, pues, lo aliviaron entre el jumento y Las Casas; al negro nadie lo libró. Los africanos esclavizados por los europeos en los campos de cultivo coloniales compartieron brega y trato con las bestias más sufridas; tanto fue así que, al irse aboliendo su trata en el siglo XIX, sus amos tuvieron que reemplazarlos por acémilas. Seres humanos en venta como bienes semovientes, trabajando como burros y sufriendo igual violencia.

(Hermano asno, cap. IV)

La más antigua constatación de maltrato asnal se conserva en el Museo Egipcio de Turín, en Italia. Las pinturas murales de la tumba de Iti muestran a egipcios hace 4.000 años arreando con palos a jumentos cargados, uno de los cuales exhibe sobre sus ancas las marcas sangrantes del azote. Esos burros, sojuzgados por trabajadores que sufrían un trato parecido, fueron los constructores del Estado que erigió las columnas de Karnak, la Esfinge y las pirámides de Guiza. Fue la domesticación del asno, emprendida hace unos cinco milenios, la que hizo posible que ese poder político surgiera y se asentara. Sin la sangre y sudor de los borricos, Egipto no habría sido diferente de otros pueblos antiguos que pasaron dejando apenas rastro. La diferencia estaba en los jumentos. Como los diez enterrados en Abydos, a quinientos kilómetros al sur de El Cairo, con los esqueletos deformados por las cargas que portaron. Ante esas osamentas “nos hallamos en la misma cuna del Estado egipcio, cuyo motor fue el burro”, según la antropóloga Fiona Marshall. El sometimiento de los asnos posibilitó un desarrollo económico que la civilización del Nilo aprovechó para dominar otros pueblos, como los israelitas. A su vez, Egipto acabaría conquistado por otros. Entre ellos los persas, cuya identificación con los asnos entre los egipcios hizo que estos acabaran odiando al animal. Los persas, uno de los primeros imperios que además de sojuzgar por las armas, lo hacía con la castración. Una mutilación aplicada a los humanos tras probarse eficaz con el ganado y que nació con la propia civilización, en Uruk, al tiempo que la primera obra literaria, el Poema de Gilgamesh. Castigo, castración y esclavitud fueron desde el principio estrategias para avasallar, igual al asno que a quienes lo usaban. La civilización fue fruto de un parto de gemelos en el que junto a ella nació la explotación del débil por el fuerte. Cada uno con su tótem y signos de estatus. Como el caballo, montura del poder y de la guerra, mientras el burro queda para el pobre y su lucha sin tregua contra el hambre. Don Quijote sobre su rocín, famélico pero con nombre, y Sancho Panza en su asno, anónimo aunque lozano, simbolizan un sistema de valores que, desde Uruk hasta hoy, se ha remozado en miles de ocasiones sin cambiar jamás. Sublevaciones como la acaudillada por George Washington terminaron con el libertador de la patria volviendo al hogar junto a sus esclavos negros, anotados en un inventario junto a un centenar de caballos y cuatro mulas, posibles hijas de Royal Gift. Poco puede extrañar que, cuando los esclavos de la colonia francesa de Saint-Domingue se rebelaron en 1791, el entonces gobernante Washington apoyara a la metrópoli. Al menos 350 negros fueron propiedad del primero de los doce presidentes de Estados Unidos que en algún momento poseyeron personas como reses. Otro fue el asnal Jackson, dueño de doscientos seres humanos. Cierra la lista, irónicamente, Ulysses S. Grant, el general que llevó a la victoria a los abolicionistas en la guerra civil (1861-1865). Aún habría de pasar casi un siglo y medio antes de que el negro Barack Obama accediera a la Casa Blanca, ocho de cuyos ocupantes -incluido el que sentó sus cimientos- esclavizaron gente de su raza mientras ejercían el cargo. A Obama lo sucederá algún día un descendiente de los miles de asiáticos e hispanos esclavizados hoy en el país.

Pero la esclavitud más genuina, sea de bestias o personas, no precisa de látigo y grilletes: basta imponer el miedo a utilizarlos. Lo sabía el renacentista Maquiavelo, quien aconseja al gobernante hacerse temer antes que amar, pues “la amistad, como lazo moral que es, se rompe en virtud de intereses. En cambio, el temor se mantiene merced al castigo, sentimiento que no se abandona jamás”. Así que “vale más ser impetuoso que precavido porque la fortuna es mujer y es necesario, si se pretende tenerla sumisa, castigarla y golpearla”. Maquiavélica metáfora que ejemplifica otra jerarquía vetusta: para la mayoría de los hombres, la mujer es un inferior y como tal debe doblegarla. Quebrar su libertad hasta insensibilizarla respecto a su pérdida, como si fuese una burra. En la España del siglo XXI, por ejemplo, un tercio de los jóvenes asumen con naturalidad que a ellas les impongan sus parejas qué pueden hacer o no.

(Hermano asno, cap. V)
Asno con acial
Asno con acial (foto: Mondelo)
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