España y Catalunya: bovinos vs. burros en «Hermano asno»
Cuando explicamos que «Hermano asno» es un libro sobre burros, y que eso es tanto como decir que trata de casi todo, desde arte funerario egipcio hasta física cuántica, nos miran con extrañeza, dudando si estamos locos o acaso de cachondeo. Pues ni una cosa ni otra. La Historia del pollino y la humana se encuentran tan imbricadas que es difícil hallar materias donde no entren en contacto. Sin ir más lejos, una amiga catalana sacó a colación ayer en nuestra página en FaceBook la coyuntura histórica que vive su tierra, que nosaltres estimem tant, y eso nos recordó que también la relación entre España y Catalunya tiene que ver con borricos. Y con bovinos, de paso.
Por si acaso alguien lo duda o cree que hablamos en broma, aquí tienen el comienzo del capítulo en el que más nos explayamos en estos pormenores. Quien quiera saber cómo sigue la historia, que no tiene desperdicio, tendrá que leerse el libro. ¡Nadie dijo que fuese a ser fácil, amigos!
HERMANO ASNO, CAPÍTULO 5: LA BESTIA ROTA
La ley 25/1988 de 29 de julio, más conocida como Ley de Carreteras, modificó de un plumazo el paisaje español al prohibir la publicidad que festoneaba las redes viarias con enormes carteles, ante el riesgo de que distrajeran a los conductores. La medida, de sensatez indudable, desató un movimiento sociocultural inopinado que aunó a intelectuales, artistas, políticos y pueblo llano en favor de un anuncio: la gigantesca silueta de un toro bravo que invitaba a darse al brandy Veterano.
El diseño publicitario creado por Manolo Prieto para las bodegas Osborne en 1956 había convertido España en dehesa para un centenar de morlacos de catorce metros de altura, 4.000 kilos de peso y 150 metros cuadrados de chapa cubiertos con cincuenta kilos de pintura negra, cuyo épico y racial resalte sobre los horizontes de la patria llamaba a empinar el codo. Tras promulgarse la ley de 1988, la empresa suprimió su nombre y el del licor en las vallas a fin de preservarlas, so pretexto de que ya no eran anuncios. Pero cuando aun así el cornúpeta fue multado en 1994, la compañía recurrió judicialmente y el país se convirtió en alegórico coso, con la mayoría del respetable en pie agitando blancos moqueros hasta que el Tribunal Supremo sacó el pañuelo naranja para indultar al astado. La sentencia de 30 de diciembre de 1997 dictamina sobre la taurina efigie que “más que inducir al consumo, recrea la vista, rememora ‘la fiesta’, destaca la belleza del fuerte animal”, por lo que “debe prevalecer, como causa que justifica su conservación, el interés estético o cultural, que la colectividad ha atribuido a la esfinge (sic) del toro”. Así que, ahí sigue el ganado de Osborne oteando las carreteras. Menos en un lugar.
Hasta el año 2001, el único toro de Osborne conocido por entonces en Catalunya miraba plácidamente al macizo de Montserrat desde la autovía A-2 a la altura de El Bruc, municipio barcelonés asociado a la Guerra de Independencia por la leyenda del tamborilero que ahuyentó al ejército francés. Dos siglos después volvió a ser escenario de pugnas independentistas, pero esta vez muy distintas. Ese 2001, el bóvido recibió entre sus cuernos de manos de un escalador una estelada, la enseña catalana con una estrella que ondean los secesionistas. En diciembre del mismo año, el animal amaneció un día con un sarpullido de pintura alba, con lo que su pelaje pasó de zaino a burraco. El siguiente abril, con motivo de la Diada de sant Jordi, patrón de Catalunya, apareció repintado de arriba abajo con las franjas rojas y amarillas de la senyera, la bandera autonómica. Osborne restauró el toro, que cuatro meses después, en agosto, volvió a ser tuneado, esta vez con manchas blancas que lo cambiaron de raza, dándole un aire frisón. Mayor fue el estropicio el 12 de octubre de 2002, Día de la Hispanidad, en que fue derribado. Erecto de nuevo por la empresa, en junio de 2003 lo serraron a la mitad, quedando las patas fijadas al anclaje y el resto caído por tierra. Entre tanto, se descubrió que no era el único brau d’Osborne catalán, como se creía, pues una tala ilegal en 2005 sacó a la luz otro en L’Aldea (Tarragona). Su hallazgo fue también su perdición; a las pocas semanas apareció decapitado y con un puta Espanya rotulado, muestra de desprecio hacia un país del cual se recibía el mismo trato (por ejemplo, el locutor Federico Jiménez Losantos decía en la cadena radiofónica COPE el 13 de junio de 2005 que “el Gobierno español sólo habla con terroristas, homosexuales y catalanes. A ver cuándo se decide a hablar con gente normal”). De esa res nunca más se supo, pero sí de la de El Bruc, que en 2007 se reconstruyó de nuevo. Como era de prever, en menos de una semana volvieron a tumbarla unos separatistas, orgullosos por haber “limpiado la silueta de la sagrada montaña de Montserrat de aquella inmundicia cornuda española que pretendía ensuciarla, puesto que este toro lo único que simboliza en nuestro país es la barbarie y la incultura de España”. La siguiente primavera, el morlaco bruguetano, auténtica ave fénix con pitones, volvió a renacer de sus despojos, alzado no por Osborne, sino por un cerrajero de la vecina Masquefa ayudado por amigos y familiares que compartían su aprecio por la desventurada valla. Pero igual de activos seguían quienes la detestaban. En julio de 2008, dos jóvenes fueron detenidos por intentar echarla abajo otra vez. Mas la puntilla llegó en febrero de 2009, cuando otro hasta entonces desconocido grupo secesionista serró las patas del bicho y lo dejó nuevamente para el arrastre, sin que tras esta cuarta caída en su peculiar viacrucis haya vuelto a levantar cabeza ni existan ya los soportes de metal que lo permitan.
Quien piense que este relato de toros de chapa salvados por un clamor nacional y condenados por otro es un esperpento propio de El ruedo ibérico de Valle-Inclán debe tener en cuenta que el ser humano es, ante todo, tribal, y que una tribu sin tótem, ni es una tribu ni es ná.
El tótem es simplemente un objeto o una persona que es objeto de un culto ferviente de parte de los miembros de un grupo étnico, no por sus propiedades intrínsecas, no por sus méritos o cualidades personales, sino simplemente por encarnar simbólicamente al grupo étnico que lo venera. El tótem es venerado no por lo que es, ni por lo que hace para la sociedad que lo venera, sino por aunar en él a toda la sociedad. El tótem es algo o alguien concreto, visible, que representa algo invisible: la tribu misma o el país. (José Antonio Jáuregui, Las reglas del juego)
España tiene su tótem, ese toro bravo que se insiste en querer ver hasta en la silueta peninsular, alias la piel de toro. La esencia totémica vasca tomó la forma de un árbol, el roble de Gernika a cuya sombra se jura que se cumplirán los fueros. Y en el caso catalán se optó en época muy reciente por el asno autóctono, ese ruc català convertido en símbolo de lo que los sociólogos llaman identidad de resistencia, de modo que “el pobre, apaleado y singular burro, amenazado por la poderosa máquina centralista, expresaría una afirmación de lo minoritario” (Alberto del Campo Tejedor, Traarado del burro y otras bestias). Un animal que supone una antonimia perfecta del hispánico trapío, pues encarna la abnegación y humilde laboriosidad, frente a la embestida irracional y la fiesta sanguinaria asociadas a la res de lidia. Un tótem elegido a propósito en fechas y lugares precisos: el municipio gerundense de Banyoles en el primer lustro del siglo XXI. Banyoles alberga la feria de ganado más antigua de Catalunya, la Fira de sant Martirià, y allí se concentraron desde 1984 los esfuerzos por recuperar el asno regional, con la fundación de la Associació per al Foment del Burro de la Raça Asinina Catalana (AFRAC) y la idea de erigir el jumento en blasón catalanista, porque
al burro le han dicho de todo, hasta el punto de crear un estereotipo que no se ajusta a la verdad. Por eso los catalanes hemos de reivindicar no sólo el burro catalán, sino el burro en sí (…) Los pueblos imperialistas valoran al águila real, el león, el toro… y menosprecian al burro. (Joan Soler, La recuperació del burro català)
La propuesta de totemizar al ruc se materializó en 2003 mediante la Iniciativa Planta’t el burro! para competir con el exitoso toro de Osborne en su propio terreno: las prendas y banderas serigrafiadas y las pegatinas para la parte trasera de los automóviles. El diseño consistía en la silueta de un asno catalán, con sus característicos pelo negro, hocico y panza blancos y su rabo, que precisamente trajo cola en los juzgados, donde se convirtió en fundamento de derecho en el jugoso pleito entre el autor del dibujo original, Eloi Alegre, y los promotores de Planta’t el burro!, Jaume Sala y Alex Ferreiro. El Juzgado Mercantil nº3 de Barcelona puso fin a la disputa el 12 de febrero de 2007 con un salomónico dictamen. Alegre trazó un borrico “con un ligero flequillo y con testículos, así como con el rabo apuntado hacia el suelo”, por lo que “no es posible identificar el contorno de las cuatro patas”, mientras que el protocolizado para su explotación comercial fue alterado de común acuerdo, de modo que “no tiene flequillo, tampoco aparecen en el dibujo los testículos, se modifica el tipo de cola y se perfilan las cuatro patas”, según la sentencia del juez José María Fernández Seijo, quien tras ratificar al toro de Osborne como inspirador del ruc, declaró probada la paternidad compartida de los tres litigantes sobre el jumento, aunque el original tenía cojones…
continúa en «Hermano asno»
