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Hermana asna

El pasado 8 de marzo, España vivió una jornada histórica por las masivas manifestaciones que siguieron a la huelga feminista convocada con motivo del Día de la Mujer Trabajadora. Cientos de miles de ellas se congregaron en poblaciones de todo el país en apoyo a reivindicaciones como el fin de la discriminación salarial respecto a los hombres y la exigencia de que se actúe contra la violencia machista. Una violencia cuya más sangrienta expresión son los feminicidios, pero que incluyen también las violaciones, abusos y acosos sexuales, insultos, cosificaciones, ninguneos y humillaciones por el hecho de ser mujer.

Solemos contar en las presentaciones del libro que, cuando afrontamos Hermano asno, partimos en busca de un ser maltratado y en extinción y nos encontramos con dos: los burros y los humanos que convivían con ellos. Hombres, pero sobre todo mujeres, las grandes olvidadas de un mundo rural imposible de entender sin su labor abnegada y casi sin reconocimiento, más allá del entorno familiar, o ni siquiera. Mujeres que a su trabajo sin descanso unían las tareas del hogar, en muchos casos con una numerosa prole. A cambio, como los burros, recibían un desprecio que arranca de milenos atrás y, en el caso español, se convirtió en un hecho cultural recogido incluso en el refranero y totalmente legal hasta tiempos muy recientes.

A ellas y sus descendientes, tanto las que siguieron en el pueblo como las que emigraron a las ciudades, homenajea la portada del libro, representadas en esa campesina coruñesa de los años 80 a lomos de su jumento. Un animal al que lleva con un bozal, posiblemente para que no se distraiga comiendo mientras camina o trabaja; el mismo trato que reciben tantos hombres y, sobre todo, mujeres, en sus relaciones sociales y laborales. Porque hemos construido un mundo en el que el pobre es el burro del rico, el negro es el burro del blanco y la mujer es el burro del hombre.

De esta materia trata Hermano asno,  del que reproducimos dos pasajes en recuerdo de que los motivos que llevaron a este 8 de Marzo empezaron hace demasiado tiempo y, si queremos que dejen de existir, tendremos que ser conscientes tanto hombres como mujeres los otros 364 días del año. Ojalá lo logréis, hermanas asnas.

 

HERMANO ASNO, cap. III, pgs. 176-182

Entre los parricidios atribuidos a Nerón figura el de su esposa Popea, afamada por su hermosura y buen cutis, que mimaba bañándose en leche de burra. A tal fin tenía medio millar de ellas en los establos, según Plinio, que ensalza las propiedades cosméticas de esa blanca sustancia, pues “lavándose con ella las damas curiosas deshace las arrugas del rostro y deja hermosa tez; y aun tienen por cierto que la blanquea”. Uso que se le seguía dando en el siglo XVIII, según consta en algunos tratados de veterinaria (…)

Un secreto de belleza que perdura en los actuales jabones a base de ese ingrediente y que la Historia, como vemos, siempre le ha reconocido a la emperatriz, pero a día de hoy se asocia a otra reina legendaria de un siglo antes, la egipcia Cleopatra VII, sin otro fundamento que la insistencia del cine de Hollywood en exacerbar su voluptuosidad exhibiéndola en porreta durante su lácteo baño. Un hábito harto improbable en el caluroso Egipto con un alimento tan perecedero, a no ser que la última faraona gustara de heder a rancio. Cleopatra, siempre encarnada en la pantalla por curvilíneas beldades, no sólo no se sumergía en secreciones asnales, sino que tampoco era ningún pibón. Las esculturas de la época la representan más bien rechoncha y su perfil en las monedas es prognato y narizotas. ¿Cuál era entonces el arsenal de seducción al que se rindieron prohombres como Julio César y Marco Antonio? El de casi todas las mujeres atractivas: encanto personal e inteligencia. Y un arma secreta: su voz, cuyo embrujo amplificó estudiando idiomas. La culta, ambiciosa, astuta, cruel, políglota e ingeniosa Cleopatra, que en el estruendo de una discoteca jamás hubiese pasado de ser la amiga fea, es pura antítesis de la feminidad definida por Erasmo de Rotterdam, para quien “es la mujer un animal inepto y necio; pero, por lo demás, complaciente y gracioso (…) Si, por ventura, alguna mujer quisiera sentar plaza de sabia, no conseguiría sino ser dos veces necia (…) la mujer será siempre mujer; es decir, necia”.

Lapidaria opinión del mayor humanista europeo, tan impregnada de saludable ironía como de machismo insano y que reduce a la mujer a la condición de bestia estólida, como el burro, símbolo de la idiotez en la obra de Erasmo. Que no era, ni mucho menos, el primero en pensar así de ellas. La misoginia imperaba en la antigua y culta Grecia, donde el mito de Pandora achaca a la mujer todos los males. Pocos dejan más clara la identificación entre la hembra humana y la asnal que el poeta satírico Semónides de Amorgos, cuyo Yambo de las mujeres emparenta en términos simbólicos denigrantes el carácter femenino con el de bestias como la cerda, la perra, la mona y el burro. A esta última la describe vaga, indolente, glotona y ligera de cascos. “Otra procede del asno apaleado y gris,/ que a duras penas por la fuerza y tras los gritos/ se resigna a todo y trabaja con esfuerzo/ en lo que sea. Mientras tanto come en el establo/ toda la noche y todo el día, y come ante el hogar./ Sin embargo, cuando se trata del acto sexual,/ acepta sin más a cualquiera que venga”.

Razas y religiones de todo el planeta erigieron un mundo androcéntrico en el que la mujer es criada para trabajar duro, consagrarse a la progenie y resignarse a la condición de semoviente sin iniciativa ni derechos. Sin retribución ni agradecimiento, pues se sobreentiende que atender a los demás es inherente a su naturaleza e inadmisible que se niegue a hacerlo. Igual que el asno, laborioso y abnegado pero irracional, al que no queda más remedio que convencer a palos, si se muestra insumiso o fastidioso. Como a la mujer. Las 1.001 noches dan ejemplo en la Fábula del asno, el buey y el labrador. Un buey lamenta que trabaja más que el asno, quien le aconseja fingirse enfermo. Su dueño, que entiende la lengua animal y les ha oído, adjudica al burro la tarea del buey mientras éste se escaquea. Al poco, el derrengado pollino aconseja al buey que deje de fingir, so pena de que lo sacrifique su amo. Este les oye y al día siguiente se troncha cuando el buey se esmera en mostrarse sano. Ante la curiosidad de su cónyuge, el hombre accede a revelarle su secreto. Pero un gallo lo tilda de calzonazos, pues “bastaría con cortar unas varas de morera, entrar en la habitación de su esposa y atizarle hasta que se arrepintiera o muriese. No volvería a molestarle con preguntas”. Al oír eso, al marido “se le iluminó la razón, por lo que decidió darle una paliza a su mujer”, idea que aplaude la familia de la agredida. Un consentimiento del maltrato que dista muchísimo de ser un cuento. La violencia de género no es un fin en sí mismo sino un instrumento de dominación y control social” que “trata de domesticar a la mujer, de hacerla someterse sin que se escape (…) Cuando se recurre a la violencia no se desea romper con la mujer sino que se desea mantener el lazo que la sujeta. Se trata de obligar a la mujer a un comportamiento determinado, a una sumisión sin escapatoria” (ALBERDI Inés y MATAS Natalia, La violencia doméstica. Informe sobre los malos tratos a mujeres en España). Ese compendio del saber popular que es el refranero no deja lugar a dudas: El asno y la mujer, a palos se han de vencer. Tal cual figura en la colección de refranes recopilada por Gonzalo Correas en el siglo XVII, que también incluye esta variante explicada: La burra y la mujer apaleadas quieren ser. (La mula, la noguera, la encina, la bestia y la mujer: con todas estas cosas se varía). La mujer, por lo tanto, es equiparable a acémilas, jumentos y árboles a la hora de atizarle. La causa la precisa otro refrán: Asno, mujer y nuez, a golpes dan su fruto. El público apaleamiento femenino ha sido tan habitual que Goya hizo un dibujo al respecto, probablemente basado en apuntes del natural. Y a la maltratada más le vale ni rechistar, porque Burra que gime, buena carga pide.(En alegoría elegante dice que la mujer querellosa y el mozo rezongón, y otro cualquier cosquilloso, pide que se le dé buena carga de palos). Borricas y mujeres tienen destinos paralelos en el refranero español, que aconseja La burra preñada cargarla hasta que para, y después de parida, cada día. Que le quede claro a la jumenta cuál es su sino, y también a su equivalente humana: La mujer, la pierna quebrada y en casa. Sin salir ni relacionarse, porque La moza de la plaza, la puerta barrida y la casa cagada. Nada de asomarse tampoco, que ya se sabe que Mujer en ventana, o puta o enamorada. En cuanto al respeto que merece su opinión en ese hogar en el que está reclusa, La mujer ha de hablar cuando la gallina quiera mear. Y mucho ojo, que incluso encerrada y calladita hay que cuidarse de ella. La esposa que sale derrochadora es una calamidad equiparable a la pollina de un espartero que se va comiendo la soga a medida que la teje su dueño.

La bestialización femenina responde a un patrón social responsable de casos tan atroces como el de la Encerrada, la joven de Rute cautivada en su propio hogar por su familia, cuya trágica historia inspiró a Alberti. El esquema se reproduce, asimismo, en los medios de comunicación, como el diario lucense que en los años 60 anunciaba así una película: “Estreno. Mayores de 18 años. El asesino. Asesino sí, pero no de personas, sólo se dedica a las mujeres“. Por si matar mujeres en vez de personas no fuese bastante eximente, a los feminicidas del mundo real siempre les cabía alegar que lo hacían por honor. Ese móvil de asesinato fue defendido con brillantez literaria por los genios del Siglo de Oro y visto con benevolencia legal hasta época muy reciente. Toda una idiosincrasia cuya milenaria huella puede rastrearse en el reguero de sangre dejado por las 1.047 muertas por violencia machista en España sólo de 1999 a 2016. El Quijote levantó acta de la subordinación conyugal por boca de Teresa Panza, quien asume que con esta carga nacemos las mujeres, de estar obedientes a sus maridos, aunque sean unos porros”. Una condición achacable, quizás, ala natural inclinación de las mujeres, que, por la mayor parte, suele ser desatinada y mal compuesta”. Pero cuando Cervantes pone el dedo en la llaga es al adentrarse en materia pasional, eterno motivo de conflicto, pues desde el punto de vista masculino, “es natural condición de mujeres: desdeñar a quien las quiere y amar a quien las aborrece”. Incompetencia sentimental que, visto lo visto, era de esperar en la mujer, quien según la tradición cultural, amén de idiota, es lujuriosa, lo que completa su metamorfosis asnal, anunciada por Semónides y ratificada por la denominación de las prostitutas como burracas.

HERMANO ASNO, cap. V, pgs. 340-342

(…) la esclavitud más genuina, sea de bestias o personas, no precisa de látigo y grilletes: basta imponer el miedo a utilizarlos. Lo sabía el renacentista Maquiavelo, quien aconseja al gobernante hacerse temer antes que amar, pues “la amistad, como lazo moral que es, se rompe en virtud de intereses. En cambio, el temor se mantiene merced al castigo, sentimiento que no se abandona jamás”. Así que “vale más ser impetuoso que precavido porque la fortuna es mujer y es necesario, si se pretende tenerla sumisa, castigarla y golpearla”. Maquiavélica metáfora que ejemplifica otra jerarquía vetusta: para la mayoría de los hombres, la mujer es un inferior y como tal debe doblegarla. Quebrar su libertad hasta insensibilizarla respecto a su pérdida, como si fuese una burra. En la España del siglo XXI, por ejemplo, un tercio de los jóvenes asumen con naturalidad que a ellas les impongan sus parejas qué pueden hacer o no (según una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas y la Secretaría de Estado de Igualdad citado en el artículo de VILASERÓ Manuel, “Los jóvenes son más machistas que sus padres en el control de la pareja», ElPeriodico.com).

niña burro Aranda Duero
Niña acariciando un asno en la fiesta de la Virgen de las Viñas, en Aranda de Duero (Burgos). Foto: Mondelo

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